El 25 de marzo de 1911 tuvo lugar en Nueva York un incendio en una fábrica textil en el que murieron 123 obreras. Un siglo después sucedía una tragedia que recordaba en mucho a aquel fatídico día: el derrumbamiento del edificio Rana Plaza en Bangladesh inundó las portadas de todos los periódicos conmocionando a la opinión pública internacional.

Aquel 24 de abril de 2013 los trabajadores se habían negado a iniciar su jornada laboral por unas grietas que habían aparecido en diferentes plantas del edificio y que, según los expertos que los habían inspeccionado, ponían en riesgo los cimientos del mismo. El dueño del inmueble, Sohel Rana, hizo caso omiso de las advertencias y respondía aquella mañana con la intimidación acostumbrada: contrató una banda para amedrentar físicamente a los trabajadores y, por si esto era insuficiente, amenazó con no pagarles el último mes de salario. Ante tal presión, los operarios —en su mayoría mujeres—, terminaron entrando en el edificio. Pocas horas después tuvo lugar un cortocircuito al que siguió una explosión que terminaría en el previsible y rápido derrumbamiento del edificio. Entre los escombros se encontraron más de 1100 muertos, muchos de ellos tan desfigurados que se necesitaron días para su reconocimiento, a los que hay que añadir más de 2000 heridos.

No era la primera vez, ni sería la última, que iba a tener lugar un accidente que terminaría siendo letal debido a las malas condiciones en las que estaban las infraestructuras de las fábricas textiles. La gravedad del incidente tuvo eco internacional suficiente como para que se prestara atención a las movilizaciones y protestas en Dacca, en demanda de una serie de mejoras de las condiciones laborales en las fábricas. El gobierno bangladeshí, presionado dentro y fuera del país, prometió dar respuesta a estas reclamaciones.

Aunque fueron juzgadas más de 30 de personas por el ‘accidente’, la justicia tardaría en llegar para las víctimas del derrumbamiento, y en algunos casos ni llegaría. Las indemnizaciones se retrasaron, y algunas marcas como Benetton fueron especialmente reacias a la hora de concederlas. Las ayudas venían principalmente de sindicatos y ONGs y no tanto de estas grandes empresas que defendían ser meros compradores y tener poco o nada de responsabilidad en los incidentes. Lo cierto es que los responsables últimos del cumplimiento de los derechos humanos son los propios estados, pero el vertiginosamente rápido desentendimiento de las grandes marcas ante las condiciones laborales de sus fábricas horrorizó a parte de la opinión pública, impulsando una serie de campañas que apelaban a la responsabilidad social de éstas y a la de los consumidores últimos.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) publicaba un informe en el que señalaba las mejoras puestas en marcha por el gobierno respecto a la situación de la industria textil. Especialmente se señalaba el aumento de inspecciones a edificios y los planes de reforma para muchas de las plantas. En muchos, como el Rana Plaza, se habían construido plantas adicionales sin las necesarias medidas de seguridad, que apenas soportaban la pesada maquinaria de la fábrica y el importante número de personas que allí trabajaban. Se cerraron edificios y se determinaron planes de reforma para mejorar muchos otros.

No obstante, concluir del accidente de Rana Plaza que estamos sólo ante un problema de infraestructuras es tan falaz como esquivo. Es muy necesario que se hagan inspecciones profundas de los edificios para que no vuelva a suceder y que se establezcan sanciones para los dueños de fábricas que no cumplan con los requisitos de seguridad, pero detrás del derrumbamiento no sólo encontramos un problema de falta de inspección, hay un severo quebrantamiento de derechos laborales básicos. Entre los fallecidos en el accidente encontramos niños y niñas, lo que ya apuntaría a un incumplimiento de los derechos humanos, pero emerge otro problema que sigue siendo hoy central en este país: las trabas para organizarse de los trabajadores los sitúan en una situación vulnerable frente a los dueños de las fábricas. La desigual relación entre los trabajadores y los dueños de las fábricas y grandes marcas se agrava por la situación de pobreza, la falta de asistencia del Estado y la gigantesca población bangladeshí, que hace que la demanda de trabajo haga fácil sustituir un operario por otro bajo condiciones deplorables.

Las agresiones a sindicalistas y la falta de investigación de los casos por parte del Estado llevan años recibiendo llamadas de atención de observadores internacionales y ONGs locales que denuncian el miedo de los trabajadores a defender sus derechos más básicos.

¿Por qué en Bangladesh?

La conformación del estado que es hoy Bangladesh tiene varias fases. La primera puede decirse que nace con la descolonización, en la que pasa a formar parte de un estado unido por el Islam pero separado lingüística, étnica y geográficamente. Sus primeros pasos como estado independiente los da junto con otro territorio al otro lado de la frontera con India diferenciándose dos provincias: Pakistán del Este y del Oeste.

Las primeras elecciones libres que se celebraron en este estado tuvieron lugar en diciembre de 1970 y daban mayoría en la Asamblea Nacional a un candidato bengalí de la Liga Awami, que comienza a hablar de la posibilidad de un estado confederado. Esta victoria se debe en gran medida a que Pakistán del Este, hoy Bangladesh, estaba más densamente poblado que Paquistán del Oeste. Los resultados de estas elecciones no iban a ser bien recibidos en Paquistán Oeste, que había visto su candidato desfavorecido por la condiciones demográficas y que temía una separación de la región oriental del estado bajo el paraguas de una confederación. Por lo que el general Agha Muhammad Yahya Khan, que había sido presidente antes de las elecciones, manda el arresto del candidato bengalí Mujibur y comienza una represión brutal en Pakistán del Este. La entrada de India en favor de este último internacionaliza el conflicto, que termina en la separación en dos estados: Pakistán y Bangladesh.

La segunda fase de su historia es por tanto la que empieza tras la separación de Pakistán. La carnicería sufrida tras las elecciones de 1970 iría acompañada por una crisis de refugiados que huían a la India para escapar de la represión de Yahya Khan, por cierto apoyada por Washington. Con la separación final nacía un estado inestable económica y políticamente aunque con una relativa homogeneidad étnica y religiosa. Su modelo productivo estaba casi por entero basado en la explotación agrícola y su numerosa población sufría los males de la mala gobernanza y la pobreza de un estado débil.

Un Bangladesh ya independiente daba sus primeros pasos. Agrario, pobre y con un estado frágil en el que será frecuente el golpismo. Su importante población y su cercanía a los estados de las primeras deslocalizaciones, China, India y los Tigres Asiáticos, lo convierten en un buen destino para las inversiones de las grandes marcas textiles. En pocas décadas, Bangladesh se convierte en unos de los mayores exportadores textiles del mundo. De hecho, el 90% de sus exportaciones son prendas de ropa. Su debilidad a nivel comercial es la gran dependencia a las importaciones de crudo y algodón, además de otras materias primas para la confección.

¿Qué ofrece la industria textil de Bangladesh que atrae tanta inversión? La búsqueda de ventajas comparativas y el abaratamiento de los costes de producción hace que las grandes marcas de ropa cambien las contrataciones con fábricas en busca del mejor postor. La rapidez, pero sobre todo el precio, son las dos máximas de esta industria. La oferta de mano de obra de baja cualificación y el bajo salario mínimo bangladeshí convierten a este vecino de la India en el Edén de las grandes marcas. No está de más comparar el salario mínimo mensual allí, 68$, con el de China, conocida por ser la fábrica textil mundial pero cuyo salario mínimo es hoy más elevado, 280$.

Las exigencias de la industria textil la convierten en una de las más susceptibles ante el fenómeno de la deslocalización. Su historia está marcada desde el principio de la era industrial por el movimiento constante de sus principales fábricas. Tras una primera oleada de deslocalizaciones de Europa y Estados Unidos a Japón en los años 50 y 60, la especialización nipona en productos de mayor nivel tecnológico provocó una segunda oleada de deslocalizaciones hacia los llamados Tigres Asiáticos, a saber, Taiwán, Hong Kong, Singapur y Corea del Sur. Cuando estos se fueron especializando a su vez en productos de mayor complejidad y valor añadido, las fábricas de las grandes marcas pasaron a estar en Filipinas, Malasia, Tailandia, Indonesia y China. A principios del 2000 éstas pasaron a Bangladesh, Sri Lanka, Pakistán y Vietnam. Se trata por tanto de una situación circunstancial que depende de las ventajas comparativas que en cada momento pueda ofrecer un país; en este caso es central la abundante mano de obra barata. No puede descartarse que un aumento de los costes de producción suponga en los próximos años nuevos traslados, teniendo estos países que cambiar su modelo productivo hacia bien una industria con más especialización, bien seguir apostando por competir a la baja, si es que aún pueden.

¿Cómplices del crecimiento económico o de la perpetuación del subdesarrollo?

Las deslocalizaciones eran en parte un proceso traumático también para los países considerados del ‘centro’, que veían crecer el desempleo en el sector textil por el desplazamiento de las fábricas a países que ofertaran mano de obra más barata. Esto llevó a que en 1974 se pusiera en marcha el Acuerdo Multifibras, que ponía techo a la cantidad de producción de textiles elaborados por países, un acuerdo que iba en parte contra el objetivo de liberalización total del comercio de la GATT. Con ello se buscaba evitar la escalada de una competencia a la baja, pero también proteger el tejido industrial del sector textil de los países del ‘centro’, cuyas fábricas habían sido relocalizadas en países en desarrollo. Otro objetivo del acuerdo era evitar que los grandes productores, en especial China e India, hicieran desaparecer del mapa a otros más pequeños que, por cuestión de tamaño, no pudieran competir contra estos. Este pacto dio pocos resultados porque las grandes marcas trasladaban sus fábricas a países que no lo hubieran firmado. Finalmente pasó a ser sustituido en 1995 por el Acuerdo de la OMC sobre los Textiles y el Vestido, dirigido ya a liberalizar el sector de la manera menos traumática posible.

La liberalización de este sector es sin embargo traumática, la feroz competitividad y el ritmo cada vez más frenético de consumo de textiles se sustentan con frecuencia en verdaderos contratos de esclavitud. La búsqueda de celeridad y bajos precios hace que comience una cadena de subcontrataciones en la que termina siendo fácil perderse. De hecho, informes de Human Rights Watch señalan como central este problema en Bangladesh, ya que a la hora de inspeccionar los edificios o las condiciones laborales de las contrataciones el seguimiento resulta caótico: una fábrica puede tener contratos con grandes marcas pero subcontratar a su vez otras fábricas para producciones de prendas demandadas en momentos puntuales, lo que dificulta saber de dónde viene exactamente una prenda y bajo qué condiciones se ha fabricado.

En suma, los procesos de deslocalización han ido evolucionando en las últimas décadas y no son tan sencillos como en un principio, cuando existía una diferencia clara entre centro y periferia. La subcontratación y las deslocalizaciones sucesivas llevan a la creación de nuevas zonas económicas que sirven de nexo entre centro y periferia o que incluso se convierten en nuevos centros. El hecho de que algunos lugares antes considerados periferia, como China e India, se hayan convertido hoy en nuevos centros, hace que se escuchen argumentos en defensa de estos procesos de deslocalización como una etapa previa que precede al desarrollo económico. Más allá de los argumentos kantianos que puedan alegarse contra esto, el hombre como fin en sí mismo y no como medio, lo cierto es que la reconversión de las economías puede darse o no, y aunque hay países que han empezado compitiendo a la baja para consolidarse como economías emergentes hoy, el desarrollo económico ha dependido de múltiples factores. No debieran ampararse contratos cercanos a la esclavitud en virtud de una promesa de riqueza futura.

En el caso de Bangladesh, los bajos salarios conviven con el crecimiento del PIB y la inflación. El empobrecimiento de las trabajadoras textiles en los últimos años es notable en tanto que los salarios estuvieron congelados varios años (1994-2006) y cuando crecieron no lo hicieron al ritmo de la inflación. El aumento del precio del arroz en 2008 supuso también un duro golpe que ahondó el empobrecimiento de la población del país. La dificultad para ejercer los derechos de asociación y huelga deja al trabajador con pocos recursos para hacer frente a unas condiciones deplorables cercanas a la esclavitud. Es conocido que las fábricas textiles comparten una base de datos con nombres de líderes sindicales, y a pesar de la presión de muchos actores fuera y dentro de Bangladesh, siguen siendo frecuentes las agresiones a trabajadores organizados, así como los casos de desaparición de estos. El mal acondicionamiento de las fábricas hace que muchos presenten signos de mala salud a los pocos años de trabajar en las mismas. Algunos informes presentados por Human Rights Watch recuerdan a aquel que escribiría Engels en 1845 sobre la situación de la clase obrera en Inglaterra.

La organización de boicots contra las grandes marcas tiene un alcance limitado: si son verdaderamente significativos pueden causar despidos en las fábricas pero difícilmente cambiarán las condiciones de contratación ni tendrán un efecto prolongado. No obstante, la labor de concienciación que buscan ejercer muchas ONGs parece que poco a poco va calando en la formación de consumidores responsables que ejerzan cierta presión sobre las grandes empresas, pero también a nivel estatal. Algunas campañas como Ropa Limpia o Who made my clothes van en la dirección de plantear qué historia hay detrás de lo que consumimos. Los esfuerzos en este sentido acaban percibiéndose, los actores involucrados en los procesos de producción y de consumo pueden ejercer ciertas presiones y cambios en su eslabón que repercutan en el resto de la cadena, pero tristemente la deslocalización seguirá su curso y si un país deja de suponer ventajas comparativas para una gran marca habrá otro que ofrezca lo mismo por menos.

Aún así, defender que poco se puede hacer como justificación para no hacer nada es conformarse con ser cómplice y parte. El debate sobre la responsabilidad social empresarial y la responsabilidad de los consumidores últimos es un tema que está y debe estar sobre la mesa. Junto con los terribles testimonios de los supervivientes de Rana Plaza encontramos historias para ser optimistas: Pueblos Solidarios o Ética detrás de la Etiqueta llevaron a juicio a grandes marcas como Auchan por no querer pagar indemnización alguna a las víctimas del mal acondicionamiento de sus fábricas y salieron victoriosos en varias ocasiones. Y en 2014 llegó, gracias a ONGs como estas, un proyecto a Naciones Unidas sobre la necesidad de reglamentar la responsabilidad social de las multinacionales. «Luchamos por el pan», decía Rose Schneiderman en su defensa de unas mejores condiciones laborales de las trabajadoras textiles en Estados Unidos, «pero también luchamos por rosas».

VIA: https://elordenmundial.com

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